Que la producción artística realizada por mujeres ha sufrido durante siglos el menosprecio —cuando no la invisibilidad, en la mayoría de las ocasiones— de parte del pensamiento académico más ilustrado, no es, hoy en día, ninguna novedad. A lo largo de las recientes décadas, la crítica y la teoría feminista del arte se dedicaron, con rigor intelectual y con valioso esfuerzo, a revelar los mecanismos que habían impedido, sistemáticamente, el acceso de numerosas artistas a la esfera de la práctica profesional, en la que además sus méritos fueran reconocidos con justicia. Prominentes historiadoras, como Linda Nochlin y Griselda Pollock, fueron pioneras en la publicación de investigaciones en las que también ponían de manifiesto los obstáculos que tuvieron que sortear las mujeres desde hace siglos, con especial énfasis desde el XV al XX, para lograr acceder a una educación formal y especializada en la práctica artística.
Aquellas y otras historiadoras desvelaron, además, las dificultades que tuvieron que afrontar muchas artistas, incluso tras lograr un cierto reconocimiento, para obtener el beneplácito académico en la práctica de ciertos géneros artísticos, como la pintura de historia o el desnudo. Por si fuera poco, otro de los factores que ha despertado interés en la investigación histórica ha sido la valoración tradicional que la crítica de arte formuló hacia la producción artística realizada por mujeres. Partiendo y nutriéndose de una perspectiva con sesgos de género a la hora de emitir su juicio, los trabajos realizados por “manos femeninas” eran el objetivo de unas estrategias retóricas que solían destacar aspectos como la sensibilidad, la dulzura, la suavidad, la finura de trazos o el decoro en la representación de las formas. Estas consideraciones funcionaban como elementos que subrayar en sus juicios formales y estéticos, y tenían la peculiaridad de servir tanto para alabar la factura general de una obra como para reprobarla, si se diera el caso de tener que compararse con la obra realizada por las manos de un gran maestro. A pesar del éxito de numerosas artistas que desarrollaron su trabajo en los siglos que nos precedieron, las posteriores revisiones de su obra por parte de algunos historiadores del arte fueron ensombreciendo u ocultando sus aportaciones o sus logros coetáneos, algo que dificultó y retrasó no solo su reconocimiento en la disciplina, sino también la investigación sobre su producción.
En efecto, para quien ha tenido acceso a información o a lecturas referentes a la práctica artística de las mujeres, tanto pretérita como presente, estos hechos no deberían tomarle por sorpresa. Quizás incluso sabrá, por experiencia propia o ajena, que situaciones como las recién narradas no son solo propias de un escabroso pasado, ya que aún hoy día es posible encontrar la estela de su pervivencia, que no acaba de desaparecer. De entre todos aquellos escenarios en los que se hacía evidente la disparidad de oportunidades por cuestiones de género, quizás el que más resiste, arraigado hasta el presente, es el de las dificultades que enfrentan las creadoras de arte en el acceso al mercado. Si, desafiando numerosos reparos y reticencias, sus obras llegaban a convertirse en objeto de adquisición, los desfavorables términos económicos en que sus obras se vendían acababan por ensombrecer el logro de la transacción. Y este, ya no cabe la menor de las dudas, sí que es un hecho que remite a una lamentable actualidad. Según los datos publicados en el medio digital artnet, el arte producido por mujeres alcanzó un exiguo 2% de la cifra total obtenida de las ventas realizadas en todo el mundo entre enero de 2018 y mayo de 2019.
Lejanos parecen ya los tiempos, señalados líneas atrás, del complicado acceso a la educación artística formal o del reconocimiento de la crítica. De hecho, las salas de los museos de arte, ya sean de ámbito local o de representación internacional, se esmeran en dar visibilidad a las obras de artistas noveles o reconocidas, tanto en exhibiciones colectivas, individuales o retrospectivas. Buena muestra de este hecho son las mediáticas exposiciones de las grandes maestras del Renacimiento y el Barroco que llenan las salas de algunos de los museos con mayor caudal de visitantes, y de presupuesto, en la actualidad. Parece que la historia se compromete ahora a revelar con justicia sus aportaciones. Sin embargo, parece también que este esfuerzo queda empañado por la contundente realidad de unas cifras que demuestran la abismal distancia que aún las separa del canon en lo que a la economía y el mercado se refiere. En la vital importancia de este marco en el desarrollo de la carrera profesional en la creación plástica no cabe ya ningún género de dudas.
La intervención, en esta particular historia, plantea una acción honrosamente inevitable. La gestión de esta iniciativa se formula como una invitación a tomar parte, a interceder o a mediar entre dos de los agentes que más resienten, ya no solo la actual crisis económica, sino también las prolongadas indiferencias, o como se quiera llamarlo, de parte de la esfera de la política y de la economía. El Museo de Las Américas y veinte artistas puertorriqueñas de renombrada altura se tienden la mano con el propósito de tomar acción ante una inercia a la que acostumbradamente se enfrentan y de sumar fuerzas ante la fragilidad del contexto histórico que las desafía. La heterogeneidad de las propuestas y la diversidad de realidades que identifica a cada una de estas creadoras es sinónimo de la riqueza plástica que todas representan. Cada obra lleva impresa la identidad visual de su artista y se hace difícil no reconocer la autoría de casi todas ellas si se tiene familiaridad con la trayectoria del arte puertorriqueño contemporáneo. Las obras, gestadas en su inmensa mayoría a raíz de la participación en este proyecto, son el reflejo no solo del lenguaje visual de cada artista, sino también de la realidad que la historia presente les ofrece.
Intervenidas es una exhortación formulada con el propósito de admirar el arte creado por veinte mujeres en Puerto Rico, pero también, y más importante, de participar en el fortalecimiento de su trayectoria profesional a través de la adquisición continua, justamente retribuida, de sus obras. Los museos y las mujeres constituyen un valor fundamental e indiscutible en la historia de la cultura. Su poder en la transformación y el desarrollo de la sociedad avanza, con seguridad, hacia un espacio que les corresponde. Aquí, el museo, con acertada justicia, elige no tener que ser el templo de las musas y reclama ser identificado como un espacio de mutua adhesión a una causa: el reconocimiento, intelectual y económico, de las artistas.